9 oct 2011

Anna



Durante el pasado verano y como parte de unas prácticas fotográficas, tuve la ocasión de realizar un pequeño reportaje que rondaba por mi cabeza desde hacía mucho tiempo.
En mi barrio existe desde 1996 una entidad sin ánimo de lucro que trabaja con socios y voluntarios y también con alguna que otra subvención, probablemente afectada hoy por los recortes sociales. Su objetivo es que nuestros ancianos más desvalidos no se sientan solos, abandonados, o no puedan satisfacer como mínimo sus necesidades básicas.
Siempre he tenido debilidad por la gente mayor y pensé que había llegado el momento de dedicar unas horas a este tema.
Me dirigí a la Dirección de esta entidad con el propósito de unirme por un dia, una tarde en este caso, al trabajo de uno de los voluntarios y realizar a su lado un reportaje fotografico.
Esa dirección creyó que era una buena idea y la verdad es que todo fueron facilidades, poniendo sólo la condición de una cierta intimidad.
Me rogaron que por el momento no colgara en Internet las fotos en las que aparecieran caras o interiores que pudieran ser susceptibles de cualquier manipulación posterior por parte de extraños. Es por ello, que únicamente puedo adjuntar esta solitaria foto. Una de las pocas que mantienen cierta asepsia de individuos y entorno.
Se me asignó a Silvia, una voluntaria de unos 40 años, aunque he de decir que observé posteriormente y con agrado que el voluntariado abarcaba desde los 16 o 17 años hasta casi coetáneos de estos ancianos.
Quedamos citados a primera hora de la tarde en el portal del bloque donde vive Anna, una viejecita nacida en este barrio, tan adorable como necesitada.
Era un viernes de junio y la labor de Silvia para este dia consistia en ayudar a Anna a ponerse coqueta para asistir a una merienda multitudinaria de ancianos acogidos por la entidad, en un local social y con baile incluído.
Mira por donde, esta actividad me daba también la oportunidad de intentar captar un lado amable y simpático en la vida de estas personas. Justo lo que yo buscaba. Quería mostrar como un anciano puede seguir teniendo, a pesar de la edad, sus ilusiones y sus buenos momentos, si tiene a alguien a su lado que le tiende una mano. Aunque no sea nadie de su propia familia.
Quería poner de relieve, además, que no sólo deben ser las Fiestas Navideñas el momento en que nuestra doble moral nos autoriza a ser sensibles y desearnos lo mejor, sino que en pleno verano, una mujer de 84 años nos sigue mirando con una lágrima en los ojos esperando que alguien tenga unas horas para ser sus piernas, sus brazos, o su lazarillo.
Realmente era un gran momento para aprender mucho y con naturalidad.
Anna es realmente un encanto. Tiene alma de artista. Dibuja y pinta de manera envidiable.
Yo procuraba ir cubriendo mi reportaje sin usar el flash, sin molestar lo más mínimo y procurando captar a la anciana en sus momentos de máxima expresión y naturalidad.
La verdad es que no me costó mucho. Se colocó al lado del balcón por donde entraba una muy buena luz de tarde, que me dió ocasión de sacar una buena serie con luz natural. Todo ello al tiempo que escuchaba sus aventuras.
Anna no paraba de charlar. Creo que se estaba sintiendo muy cómoda con nosotros. Con parte de lo que explicó podríamos confeccionar un libro de historia de la ciudad y del barrio.
Era hija de un pequeño empresario de una industria téxtil, de la que aún quedan los cimientos que ella puede ver desde su balcón.
Cuando la política arruinó una de las riquezas de Catalunya como era el sector textil, sector lleno de excelentes profesionales, de los que tengo el placer de conocer a unos cuantos, el padre de Anna se empeñó en continuar. Siguió con sus máquinas y todos sus trabajadores, excepto aquellos que quisieron jubilarse. Como premio a este sacrificio se arruinó, tuviendo que vender todo para pagar a sus trabajadores y acreedores, excepto el pisito en el que vive Anna y que debido a los años, ya adolece de muchas carencias.
La madre murió poco después y el padre quedó muy tocado por todo lo sucedido y requería cuidados. Anna lo dejó todo, trabajo y un novio que tenía para poder cuidar a su padre. Lo que hizo durante muchos años. Los suficientes como para olvidarse de sí misma.
Se mantenían con la pequeña paga del padre que les daba para comer, ropa sencilla y poco más.
A la muerte de éste, Anna ya cobraba una miserable paga inferior a los 400€ y en esos momentos, alguien la dió de alta en esta Entidad, quien se hizo cargo de sus necesidades a traves de los voluntarios.
Ese viernes, Anna era feliz. Charlaba animada con otros ancianos y sus voluntarios, que ya conocía desde hacía tiempo. También lo hacía conmigo, fundamentalmente de arte, de pintores y todas esas cosas. No en vano, estudiamos en la misma escuela de arte, aunque muy distanciados en el tiempo.
Hablaba, comía bocadillitos sin parar y de todo lo que iban dejando sobre las largas mesas, sin importarle por unos momentos ni el colesterol, ni el ácido úrico ni creo que prácticamente nada.
Miraba a Silvia con un cariño que se me antojó parecido al de una madre y he de decir que Silvia estaba prendada con ella. Y es que Anna se hacía querer.
Me di cuenta de ello cuando al despedirme después de terminar el reportaje, me miró fijamente a los ojos. Con unos ojos húmedos y rojizos por el paso de los años, por la miopía y quizá también por una emoción que trataba de esconder en un último ataque de amor propio, o incluso de feminidad.
Nos abrazamos y mientras me daba dos besos, me agradeció el ratito que compartimos y me dijo que esperaba volver a verme pronto.
Cerca de la salida, me despedí de la Directora del centro, agradeciéndole todas las facilidades que se me dieron y salí por la puerta.
Ya en la calle y procurando que nadie se fijara en mí, dejé caer aquellas dos lágrimas que llevaba contenidas en la recámara desde hacía más de una hora.

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