16 oct 2012

La Dama de Cudillero

   2012 Cudillero (Asturias)

A ese sol teñido de rojo y apostado sobre los acantilados, le faltaba poco menos de una hora para despedirse hasta el día siguiente del bello pueblo de Cudillero.
En el hotelito donde nos hospedaríamos esa noche nos aconsejaron que no nos perdiéramos el paseo de los Miradores, que se desarrolla por la parte alta de la villa.
La fachada marítima de Cudillero, igual que la de muchas villas hermanas de todo el litoral cantábrico, es como un anfiteatro romano en el que el escenario es el puerto, con su escollera que lo abriga de los temporales y las gradas son las hileras de casitas de tres o cuatro plantas, pintadas en alegres colores y colocadas de tal manera que parecen apiladas unas encima de otras.
Las une un verdadero laberinto de pasadizos, en algunos puntos con menos de 1 m de ancho y un sinfín de escaleras que permiten acceder a los distintos subniveles de estos pasillos. De vez en cuando, el espacio se abre formando un mirador sobre el mar y los tejados de las casas situadas más abajo, compitiendo en belleza con algún mirador vecino. Debe haber cinco o seis. Nosotros sólo recorrimos cuatro de ellos.
Rebasamos el último escalón del cuarto mirador. Y digo último, no porque terminara la escalera en ese descansillo, sino porque me negué a seguir subiendo. Hacía rato que el “garrafón” de 5 litros que llevo atado a mi barriga desde hace unos años, me obligaba a resoplar y a cansarme más de lo debido. Es decir, me sobran unos quiilitos.
Con una envidia de la llamada “cochina” observaba a mi mujer, que a pesar de seguir con el puñetero tabaco subía mucho más fresca que yo.
En esas reflexiones me hallaba cuando oí una voz a mi espalda que me preguntó en un tono muy cordial si estaba cansado.
Me di la vuelta y vi ante mí una ancianita de unos 85 años o quizá alguno más, que me observaba entre curiosa y benevolente.
Le comenté que sí, que el pueblo era una preciosidad pero que debía ser agotador subir y bajar estas gradas cada día, y más para un anciano.
Ella me respondió que estaba lógicamente acostumbrada y que como no tenía prisa alguna, se tomaba todo el tiempo del mundo para ir subiendo, a la vez que se entretenía en charlar con sus vecinas.
Por un momento pensé en mi ciudad, Barcelona y en lo rápido que sucede todo allí. En seguida, me quité esos malos pensamientos de la cabeza. ¡¡Que agobio!!!
Echando una ojeada a ese sol que me esperaba para consentirme fotografiarlo en su fusión con la tierra, continué la conversación con esa mujer, mientras Teresa encendía otro pitillo.
Es curioso, en Barcelona procuro no encontrarme con ningún vecino de escalera. Aquí y en general cuando dejo mi ciudad, es lo primero que busco.
Pero hay veces que entrando en conversación con extraños, se mete la pata. Y es lo que hice yo cuando le comenté a la anciana las increíbles vistas que se disfrutaban desde ese pequeño patinejo donde estábamos y el maravilloso espectáculo que podría ofrecer una tormenta, o galerna, con el mar realmente bravo.
En ese momento, aquella viejecita que hasta entonces había permanecido apoyada en la barandilla de su patio, se irguió suavemente y levantó la cabeza mientras sus ojos se clavaban en el infinito, mucho más allá de la escollera. Unos ojos grandes, redondos, hundidos y de un profundo y llamativo azul, tan intenso como ese mar que sin duda dirigía y gobernaba su vida. También noté que se humedecían un tanto y sentí que quizá no debía haber hecho ese comentario.
Como espoleada por algo muy concreto y con una voz temblorosa y dulce empezó a contarnos un poco de la historia de su vida:

-“¿Ves esa escollera del fondo, hijo? – me dijo mientras la señalaba – Parece alta, ¿verdad? Pues no recuerdo las veces que he visto ese mar tan bravo y que tanto os gusta a turistas y fotógrafos, saltando por encima de ella y llevarse por delante algunos de esos coches aparcados ahí abajo y también las barcas del puerto”-
Haciendo una leve pausa, que sin duda agradeció su viejo corazón, continuó:
-“ Ese mar y esta vista que tanto admiráis y de la que tanto disfrutáis, para mí han sido motivo de angustia y sufrimiento cada día, todos los días de mi vida desde que tengo uso de razón”-
Yo la miraba fijamente, cada vez más interesado en ella. Incluso mi mujer apagó el cigarrillo, para prestarle atención.
-“Hijo, es normal que visitando por unas horas el pueblo, aprecies más que nada los colores y la belleza de este lugar. En ese aspecto, yo disfruto de Cudillero igual que tú.
Pero no puedes imaginarte qué duro es venir del colegio por la tarde y darle un beso a un padre que sale a la mar, a veces días o meses enteros y rezar a la Virgen por la noche, de la mano de mamá, pidiendo que vuelva vivo, mientras ambas perdemos nuestras miradas en ese horizonte.
No sabes cuánto se sufre cuando tu marido se despide de ti y de tu hijo y temes que ese beso y ese adiós sea el último, mientras cada noche la mirada busca inútilmente su barco en el horizonte, aun sabiendo que no lo puedes ver.
Ni te imaginas cómo late el corazón de una madre cuando ve alejarse del puerto el barco en el que se va a faenar su hijo y el escalofrío que recorre el cuerpo cuando piensas en la posibilidad, por remota que sea, de que se lo lleve el mar, mientras observas ese horizonte sin querer ver una mala señal.
Y no sabes cuánto y cuánto se sufre, después de toda una vida sufriendo, al ver que ese barco además de tener a tu hijo de pasajero, también se lleva a tu nieto…”-
Lo dejó aquí.
Se emocionó tanto que no fue capaz de continuar, pero siempre sin perder la compostura y con la mirada perdida en aquel horizonte tan responsable y conocedor de los secretos de su vida.
Seguramente su semblante ciertamente orgulloso y altivo y su abrumadora sencillez, a buen seguro la habían ayudado en un peregrinar tan duro, durísimo como era el suyo.
Era sin duda una valiente mujer que había sufrido varios roles en uno: hija, esposa, madre y abuela de pescadores.
Era una de aquellas numerosas y anónimas mujeres que vemos esculpidas en bronce o hierro en los paseos marítimos de muchísimos pueblos costeros. Cada una de esas estatuas encaradas al mar, buscan con su mirada perdida lo mismo que esta buena mujer: su horizonte particular, una parte de sí.
Mi mujer también se había emocionado. Y yo.
Me acerque a la anciana y me despedí, nos despedimos de ella, dándole un par de besos en las mejillas, sin preguntarle si alguno de estos varones, a los que deberíamos agradecer alguna vez su esfuerzo, se reunió con el mar por culpa de una de esas tormentas que tanto nos gusta fotografiar. No me atreví.
Ella nos devolvió los besos y nos deseó un buen viaje, mientras nos despedía con la mano. Incluso le vi esbozar una sonrisa.
Mientras bajábamos a paso ligero hacia la escollera para fotografiar una magnífica puesta de sol que ya empezaba, me percaté que no le había preguntado su nombre.
La verdad es que me hubiera gustado saberlo para poder hacer este escrito dirigiéndome a alguien en concreto, pero visto el porte y la clase que lucía esa buena anciana, se me ocurrió que mis ojos muy probablemente habían tenido el placer de ver y disfrutar de toda una Dama, la Dama de Cudillero.

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