4 mar 2012

Las otras



Paseaba con mi cámara fotográfica por la explanada de esta hermosa Catedral de Tarragona, disfrutando embobado del nutrido y me atrevería a decir extenso mercadillo de antigüedades que se diseminaba por el entorno y calles adyacentes.
Entre tanto objeto de rancio abolengo, me fijé en estas cinco muñecas de apariencia bastante antigua y en un estado más que aceptable.
Mientras me entretenía fotografiándolas, me vino a la cabeza la película “Los Otros”, concretamente la escena en la que Grace (Nicole Kidman) descubre un álbum de fotos de difuntos, entre las que están los criados de la casa en la que habita.
Por macabro que parezca fue una costumbre real. A finales del S.XIX y principios del XX los fallecidos eran retratados como personas vivas, en pose de dormir y vestidos con su mejor traje, para que sus parientes pudieran recordarlos como en vida. No se trataba de algo macabro, como podemos pensar hoy, sino un hábito que acompañó a la comercialización de la fotografía y que ya existía mediante dibujos o cuadros.
Cogí una de ellas, la del vestido blanco. Me estaba planteando regalársela a mi mujer para su colección, pero sabía de sobras que estas muñecas le producían mal rollo. Y a mí también. Sólo en una ocasión pude comprarle un bebé de porcelana lo suficientemente gracioso y atractivo, como para ser aceptado en sus estanterías.
Pregunté el precio al vendedor. En orígen parecía demasiado cara, pero le pude sacar una rebajita ya que el mecanismo de apertura de los ojos no funcionaba. No representaba un problema serio porque la mayoría de las veces se puede arreglar sin mucho esfuerzo.
Pagué y mientras esperaba el cambio, volví a echarle una ojeada, para cerciorarme de que no presentara más defectos que los observados al principio.
De repente, me fijé en su boca. Su expresión estaba cambiando. Empezó a sonreirme vagamente, mientras poco a poco iba abriendo los ojos. Eran unos ojos sin pupila, completamente blancos. Totalmente estremecido, no podía apartar la mirada de su cara. Estaba paralizado, sin poder moverme.
Entonces, con una voz profunda y fría me susurró:
-¡ Yo por mi hija, matooo!-
Y con una rapidez inusitada, me clavó una dentellada en el antebrazo, tan aguda y dolorosa que empecé a sangrar abundantemente.
¡¡¡Era ella!!!. ¿Escapó de televisión para empezar una nueva vida? ¡¡¡Nooo, estaba allí, esperando víctimas contra las que descargar su odio!!!.
Casi sin saber lo que hacía, la agarré por la cabeza con la otra mano y la arrojé lejos de mí con toda la fuerza que pude, a la vez que profería un sonoro alarido que hizo volverse asombrados a todos los presentes.
Con un susto tremendo me alejé del lugar, pero no pude evitar volver la vista atrás, alarmado por el enorme griterío que se oía.
La muñeca estaba devorando al vendedor de la paradita y nadie podía separarla de él. Lo estaba destrozando y mucha gente resultaba herida a mordiscos por este especímen incalificable. En poco rato, muy poco, la explanada se cubrió con un enorme manto de sangre.
Cuando quise huir definitivamente de este macabro lugar, ya era tarde. Un incontable gentío me tenía acorralado ante la puerta de la Catedral. Ensangrentados, todos me sonreían y me miraban con los ojos en blanco, carentes de pupilas.
Y, delante de todos ellos estaba la puñetera muñeca con la boca también ahogada en sangre y los brazos en jarras, retándome.

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