Estábamos disfrutando de una espléndida mañana de Año Nuevo en esta enorme playa de Hendaye, primer pueblo del país vecino por el Cantábrico y separado de Hondarribia por la desembocadura del río Bidasoa.
Llevaba un buen rato tomando fotos aquí y allí, absorto con la dichosa marea, que a pesar de las numerosas visitas a ese litoral, aún hoy no sé cuando sube o baja.
A buen seguro que yo sería el típico despistado a quien sorprendería indefenso uno de los vaivenes de este espectacular fenómeno natural.
A buen seguro que yo sería el típico despistado a quien sorprendería indefenso uno de los vaivenes de este espectacular fenómeno natural.
Buscaba también algunos robados. La amplitud de la playa me cautivaba, con un mar en algunos momentos muy lejano, pero que pese a acercarse con suave manto líquido, dejaba increíbles reflejos al retroceder.
En eso estaba cuando no pude evitar oir la conversación que mantenía cerca de mí un niño con su padre.
-¡Papá, llévame a ver los peces, que ahora se puede!- le decía.
El padre miraba al niño sonriendo y le echaba también una prudente ojeada al suave oleaje, seguramente valorando si podía o no satisfacer los inocentes deseos del niño.
-¡Papá, llévame a ver los peces, que ahora se puede!- le decía.
El padre miraba al niño sonriendo y le echaba también una prudente ojeada al suave oleaje, seguramente valorando si podía o no satisfacer los inocentes deseos del niño.
Por fin, se decidió. Cogió a Sergio de la manita (Sergio, oí llamarle) y se lo llevó en dirección al mar, alejándose un poco de la orilla.
Caminaban despacio los dos, muy suavemente, como intentando no destrozar con sus pisadas los maravillosos dibujos y reflejos que la Naturaleza les regalaba. El niño copiando uno a uno todos los movimientos del padre. El padre con la mirada al frente. El niño escudriñando en todas direcciones, seguramente esperando ver algún pececillo.
En un punto concreto, el padre se volvió hacia su hijo y le dijo que de allí no podían pasar. Me fijé en que tenían el calzado mojado. Y yo también.
Y también mis pantalones de pana, ya que no me di cuenta que haciendo el seguimiento fotográfico de esta pareja, había hincado mi rodilla derecha en la arena mojada y poder apoyarme mejor.
Y también mis pantalones de pana, ya que no me di cuenta que haciendo el seguimiento fotográfico de esta pareja, había hincado mi rodilla derecha en la arena mojada y poder apoyarme mejor.
El niño le preguntó a su padre porqué no había peces allí. Que el profesor les había explicado que los peces viven en el agua, y si es así, ¿porqué él no conseguía ver ninguno?.
No conseguí oir lo que le susurró el padre a su hijo, ni qué historia científico-naturalista le contaría, pero lo cierto es que el resignado niño se aferró a la mano de su papá y ambos regresaron a la orilla, sin evitar que Sergio volviera su mirada hacia el agua repetidas veces, empeñado como estaba en ver saltar algún pececillo tras él.
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